Tuve tres novias, una más fea que la otra; triple feas, doble feas, simplemente feas, atípicamente feas: horrendas. Todas eran tan, pero tan feas que fue necesario alejarme de cada una de ella más de un año para darme cuenta lo feas refeas que eran. Son tan feas, las pobres aún viven, que tengo un programa instalado en mis redes sociales que la identifican como virus de transmisión sexual, cada vez que solicitan mi amistad. Lo increíblemente raro, rarísimo, de todo esto, que el mucho o poco tiempo que pasé junto a ellas, me parecieron hermosísimas, bellísimas, espléndidas. De la primera he de decir, que es gordísisima, aguada, todo le chorrea y cae, tiene el pelo como un incendio en acción, tiene la boca simple y recta; más que una boca, parece una línea de marcador. Los senos le caen hasta la cintura. Tiene un culo deforme, con todo tipo de oquedades, estrías y demás defectos. Cuando me la fornicaba, yo; el tonto, pensaba que estaba algo así como con Diosita Canales. La seg
Mario Vargas Llosa I Cuando el director de teatro Pedrito Adrianzén concertó una cita con Antenor Montalvo en el Gijón “para tomarnos un cafecito y contarte un proyecto”, este último, actor fallido y en proceso de desintegración psicológica y moral, vivía en la insolvencia en una pensión de mala muerte de Lavapiés que no pagaba hacía tres meses y estaba dándole vueltas en su cabeza a la idea de suicidarse. La carita de Adrianzén lo sorprendió. ¿Era posible que ese director famosísimo lo llamara para ofrecerle un papel? ¿A él? Antenor, con sus cincuenta y pico de años, se sabía hacía tiempo un fracasado. Como actor, pues ya casi nadie lo contrataba, salvo para hacer de mayordomo o chofer en comedias de dudoso gusto o papelitos aún más insignificantes en telenovelas y películas del montón; y también en amores, pues la última mujer con la que convivió lo había abandonado hacía ya un par de años “por impotente y por inútil” (se lo dijo así en su brutal carta de despedida). Ya